Ana Peláez Gómez
Hacía no mucho tiempo, en un pueblecillo no muy lejos de
la gran ciudad, vivía una joven pareja, al parecer, muy extraña, reservada,
pero amable. Pocas veces se les veía pasear por el pueblo, solo cuando iban a
buscar el pan y al mercado. Con la poca gente con la que hablaban, ellos
siempre contestaban con alguna frase relacionada con el juego o los movimientos
de ajedrez; por tanto, la gente se daba cuenta de su tremenda afición por el
ajedrez.
Una
tarde de tormenta, lluviosa y aburrida, Fran y Marta estaban en medio de su
habitual partida, cuando un rayo cayó del cielo, reluciente y tenebroso; atravesó
el techo y directamente fue a chocar contra una sola ficha del tablero, la
reina blanca. Sus sillas se tambalearon, se miraron perplejos, y se preguntaron
qué había pasado y qué podía haber ocurrido. Al mirar el tablero se dieron
cuenta de un pequeño cambio, la reina blanca ahora era de cristal, en vez de
madera como las demás; y echaron a correr escaleras arriba, asustados por lo
que acabaron de ver.
Pensaban
que ocurrió como resultado de su excesiva afición por el ajedrez. Unos días más
tarde empezaron a notar pequeños cambios, y dejaron de dedicarle tanto tiempo
al ajedrez, temían tocar la reina de
cristal.
Fran y
Marta casi no habían salido a las afueras del pueblo y, mucho menos, habían visto
mundo. Hasta ahora solo habían jugado al ajedrez. Todo les parecía irreal y
pensaron que se estaban volviendo locos.
Pasado
un tiempo, veían el ajedrez como un pasatiempo más, y decidieron relacionarse
con el resto del pueblo.
Cada vez
que cogían la llave para abrir la puerta de su casa, reflexionaban sobre lo que
pretendían hacer. Finalmente, abrían la puerta y veían aquella figura de
cristal, que pusieron en una urna, la antigua reina blanca; que se cuenta que
vigila a todo aquel que se obceca con cualquier cosa y no se dan cuenta de que
hay más mundo que conocer, sin perder la afición por lo que le gusta.