Y era el rey Carlomagno
de pelo castaño, faz bermeja, cuerpo proporcionado y hermoso, pero de
terrible mirada. Su estatura medía ocho pies, pero
suyos, que eran muy largos. Era anchísimo de hombros, proporcionado de
cintura y vientre, de brazos y piernas gruesos, de miembros muy fuertes
todos ellos, soldado arrojadísimo y muy diestro en el
combate. Su cara tenía palmo y medio de longitud, uno su barba y casi
medio su nariz. Y su frente medía un pie y sus ojos, semejantes a los
del león, brillaban como ascuas. Sus cejas medían medio
palmo. Cualquier hombre a quien él en un rapto de ira mirase con sus
abiertos ojos, quedaba instantáneamente aterrorizado. Nadie podía estar
tranquilo ante su tribunal, si él le miraba con sus
penetrantes ojos. El cinturón con que se ceñía tenía extendido ocho
palmos, sin contar lo que colgaba. Tomaba poco pan en la comida, pero se
comía la cuarta parte de un carnero o dos gallinas o un
ganso, o bien un lomo de cerdo o un pavo o una grulla o una liebre
entera. Bebía poco vino, sino, sobriamente, agua. Tenía tal fuerza que
con su espada partía de un solo tajo a un caballero armado,
enemigo suyo se entiende, montado a caballo, desde la cabeza hasta la
silla juntamente con su cabalgadura. Enderezaba sin esfuerzo con sus
manos cuatro herraduras al mismo tiempo. Levantaba
rápidamente desde el suelo hasta su cabeza con una sola mano a un
caballero armado y colocado de pie sobre la palma. Y era muy espléndido
en sus mercedes, muy recto en sus juicios, elocuente en sus
palabras.
De la persona y fortaleza de Carlomagno (s. XII)
Crónica de Turpín o
Historia Karoli Magni et Rotholandi, en: Liber Sancti Jacobi. Codex
Callistinus, IV, XX, Trad. de A. Moralejo, C. Torres y J. Feo,
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Padre
Sarmiento de Estudios Gallegos, 1951, Santiago de Compostela, pp. 459 y
s.
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