Laura Refoyo Miguel
Era una tarde
calurosa de verano. Mis hermanos y hermanas descansaban bajo la copa de un
viejo roble, mientras los más pequeños jugaban. Yo los vigilaba desde el
refugio, desde allí podría percatarme del regreso de nuestros padres o de la
llegada de algún cazador.
El bosque
estaba tranquilo, los pájaros cantaban, las hormigas recolectaban alimentos
para la llegada del invierno. Se podía decir que el clima que aquí se respiraba
era magnífico. He de admitir que yo era poco sociable y huraño en la manada,
pero mis antepasados linces también eran así. Estaba ansioso por la llegada de
mis padres, ya que debido a ser el mayor era también el menos alimentado y
llevaba más de seis días sin probar bocado, más que las sobras de alguno de mis
hermanos. Hasta en algún momento me vi envuelto por el pensamiento tan ridículo
de que mi pelaje pardo natural y mis ojos azul cielo estaban perdiendo su color
debido al hambre.
Pasaron las horas y los pensamientos
más temibles se apoderaron de mí, así que tomé la decisión de ir a buscarles
solo, porque no quería poner en peligro a mis hermanos, y así lo hice. Atravesé
el bosque lo más rápido que pude y crucé el río rodeándolo; seguí raudo y veloz
por un bosque, que apenas conocía, y entre unos matorrales descubrí a mi madre
atrapada en un cepo. Sus ojos color miel se tornaban tristes y apagados. Mi
padre estaba agotado, intentaba a duras penas sacarla, pero él ya no era tan
joven, ni tampoco tan fuerte; entonces atravesé sin temor alguno los matorrales.
El rostro de mis padres se volvió menos melancólico. Se encontraban felices de
verme, pero también angustiados por el resto de la familia. Mi padre y yo
pusimos todo nuestro empeño en liberar a mi madre, pero comprendí que aquel
artilugio no funcionaba con la fuerza sino con el ingenio. Activé un mecanismo
por el cual el cepo se abrió sin ejercer fuerza alguna. Mi padre sostuvo a mi
madre en su lomo, mientras, yo lo ayudaba a subirla. Recorrimos el trayecto,
felices y tranquilos de regresar a casa y poder estar todos juntos. La camada
nos recibió a lametones. Se les veía entusiasmados de volver a vernos.
Aquel día comprendí una valiosa
lección, puedes pasar años y años sin comer, pero la sonrisa que ilumina
nuestro rostro al estar con nuestra familia no la podía proporcionar toda la
comida del mundo.
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