Claudia Barba Rapado
Érase una vez en un reino muy lejano, una
hermosa princesa que vivía en un castillo subterráneo, escondida de las
personas. La princesa tenía un rostro dulce y amable, de facciones infantiles,
su piel era blanca como la nieve, el cabello que caía por su espalda era
brillante, largo y suave; todo en ella era perfecto. Además era bondadosa,
valiente, gentil y sincera, pero tenía un pequeño problema.
Los pies de la princesa eran enormes, tan
grandes que ningún zapatero había podido fabricarle unos zapatos. Sus apenados
padres, los reyes, le habían excavado un castillo para poder cobijarse, hecho a
medida para sus pies, pero también que nadie la viese y se riese de su
desdicha. La princesa solo salía una vez al año, por su cumpleaños. En su
décimosexto cumpleaños, la joven visitó a una amiga que vivía cerca del reino
de sus padres.
La princesa pidió a su amiga un remedio para
su problema. Su amiga, un hada del bosque, le entregó los zapatos de un enano.
La princesa replicó que le quedaban pequeños, entonces el hada le echó polvo
mágico sobre los zapatos y se hicieron enormes; la muchacha se los puso y al
instante sus pies y los zapatos se volvieron chiquititos.
Enseguida, la princesa volvió feliz al reino.
Solo había un inconveniente: sin los zapatos, los pies eran otra vez grandes.
Por eso, la hija de los monarcas vivía en la
superficie durante el día y al ir adormir, como se quitaba los zapatos,
regresaba al palacio subterráneo.