Andrea Ferrero Renilla
La mesa estaba llena de apetitosos
dulces. En su centro, una gran fuente de chocolate negro, que se podía oler en
toda la habitación. Al lado de la fuente, una maravillosa tarta de trufas y
nata adornada con palabras y figurillas de azúcar glas, que captaba las miradas
de todos los presentes en la estancia. Había bandejas llenas de rosquillas
rellenas de crema y chocolate fundido, cubiertas con sirope caramelizado de
frutas exóticas de primera calidad.
En una esquina, cruasanes recién
horneados rellenos con mermeladas caseras de arándanos y otras frutas del
bosque. Junto a los cruasanes se encontraba una enorme bandeja buñuelos de
nata, crema y trufa, cuyo olor se percibía desde la puerta del salón. Unas
agrandes flores de hojaldre bañadas con sirope de mango tropical y rociadas
ligeramente con azúcar moreno, asomaban, casi escondidas, detrás de la
majestuosa fuente chocolate fundido.
La camarera apoyó sobre la mesa un
gran plato de magdalenas caseras, tan esponjosas como las nubes. Estaban recién
hechas, pues todavía se notaba el olor del horno. Sobre las magdalenas había
abundantes pepitas de chocolate negro.
No sabía por dónde empezar. Finalmente
me decidí. Escogí un pastelillo de fresas y cerezas. Al morderlo,
se fundió en mi boca la leche condensada que se encontraba en el interior del
dulce. La harina del pastelillo era fina y delicada. Nunca había comido nada
igual.
A continuación, me dispuse a degustar
un apetitoso bizcocho de chocolate y plátano adornado con cerezas
caramelizadas. Me serví una porción de aquel dulce. Para mi sorpresa, estaba
relleno de queso fresco. El bizcocho se fundía en mi boca ¡Era el plato más
exquisito que había probado nunca! De todos los postres que se encontraban en
la mesa, me había sentido especialmente atraída por este. Desde ese momento, la
textura del queso, el olor del plátano… se convirtieron para mí en un manjar
irresistible.