Elena Nieto Fernández del Campo
Cuando la vi con esos labios carmesí,
con esa boca ardiente, colorada; con esa mirada dulce que no oculta
sentimientos, con esos cabellos dorados, brillantes, se me paró mi encarnado
corazón. Por un momento recordé esos días en los que no existía la tristeza ni
el dolor, en los que el sol resplandeciente brillaba con fuerza; aquellos días
en los que me susurraba al oído y sonreía.
Pero todos los recuerdos quedan atrás, poco a poco se olvidan. Te das cuenta de que no puedes parar el tiempo ni retroceder en él; solo puedes asumir la derrota, asumir que la vida sigue, que todo cambia. Ese ruboroso y poderoso sentimiento que yacía en lo más profundo de mi corazón, recibió un fuerte golpe, del que no se recuperó nunca. Me levanto cada mañana oyendo el cantar del ruiseñor asomándose por la ventana, con esas preciosas alas color cárdeno, ese era su color preferido. Lo oigo e imagino que ella está junto a mí, observándolo. Todo a mi alrededor hace que siga pensando en nuestro amor ya muerto, sepultado, olvidado.
Pero todos los recuerdos quedan atrás, poco a poco se olvidan. Te das cuenta de que no puedes parar el tiempo ni retroceder en él; solo puedes asumir la derrota, asumir que la vida sigue, que todo cambia. Ese ruboroso y poderoso sentimiento que yacía en lo más profundo de mi corazón, recibió un fuerte golpe, del que no se recuperó nunca. Me levanto cada mañana oyendo el cantar del ruiseñor asomándose por la ventana, con esas preciosas alas color cárdeno, ese era su color preferido. Lo oigo e imagino que ella está junto a mí, observándolo. Todo a mi alrededor hace que siga pensando en nuestro amor ya muerto, sepultado, olvidado.