Diego Braña Linares
Era una de esas noches que ocurren
pocas veces al año, noches en las que la blanca luna llena resplandece sobre el
oscuro cielo. Un viento huracanado sacudía los árboles de un lado a otro, y la
lluvia torrencial peleaba cara a cara frente a su limpiaparabrisas.
Eusebio, más conocido como “Eus” en el
barrio, atravesaba la ciudad en su ford fiesta mientras los truenos tronaban y
los relámpagos brillaban en el cielo.
La vía principal estaba cortada, ya que
el agua había hecho de ésta un lugar de difícil acceso, por ello tuvo que
conducir a través de una empinada carretera de montaña que unía su apartamento
con el hospital, que este domingo se encontraba cerrado, y en el cual trabajaba.
Nada más llegar a su destino, aparcó su embarrado coche en la plaza de
minusválidos y se dirigió con paso firme hacia la puerta trasera en la que se
encontraba la sala de generadores que debían de haber dejado de funcionar a
causa de la tormenta.
Sacó un montón de llaves que llevaba
en su bolsillo derecho y fue leyendo una a una su nombre hasta encontrar la de
generadores, al abrir la puerta le llegó a la nariz un pequeño olor a podrido,
o mejor dicho, a muerto.
Subió una planta más mientras avanzaba
entre los fríos y blancos pasillos del hospital. En la tercera sala el olor se
iba haciendo cada vez más grande, Eus se paró, miró hacia delante y pudo
observar a una mujer que paseaba tranquilamente por el pasillo mientras lucía
una bata blanca manchada de sangre.
Era la misma mujer. Murió ayer.