jueves, 3 de octubre de 2013


                                                                                            Diego Braña Linares

Era una de esas noches que ocurren pocas veces al año, noches en las que la blanca luna llena resplandece sobre el oscuro cielo. Un viento huracanado sacudía los árboles de un lado a otro, y la lluvia torrencial peleaba cara a cara frente a su limpiaparabrisas.
Eusebio, más conocido como “Eus” en el barrio, atravesaba la ciudad en su ford fiesta mientras los truenos tronaban y los relámpagos brillaban en el cielo.
      La vía principal estaba cortada, ya que el agua había hecho de ésta un lugar de difícil acceso, por ello tuvo que conducir a través de una empinada carretera de montaña que unía su apartamento con el hospital, que este domingo se encontraba cerrado, y en el cual trabajaba. Nada más llegar a su destino, aparcó su embarrado coche en la plaza de minusválidos y se dirigió con paso firme hacia la puerta trasera en la que se encontraba la sala de generadores que debían de haber dejado de funcionar a causa de la tormenta.
Sacó un montón de llaves que llevaba en su bolsillo derecho y fue leyendo una a una su nombre hasta encontrar la de generadores, al abrir la puerta le llegó a la nariz un pequeño olor a podrido, o mejor dicho, a muerto.
Subió una planta más mientras avanzaba entre los fríos y blancos pasillos del hospital. En la tercera sala el olor se iba haciendo cada vez más grande, Eus se paró, miró hacia delante y pudo observar a una mujer que paseaba tranquilamente por el pasillo mientras lucía una bata blanca manchada de sangre.
Era la misma mujer. Murió ayer.