Ainara Carrera Silva
Llegábamos a Nueva York con una hora de
retraso, nos disponíamos a coger un taxi cuando, de repente, llegó un señor
vestido de traje y sombrero, abriéndonos la puerta de un lujoso coche. El
chófer nos llevó hasta un maravilloso hotel.
El hotel se encontraba en el centro de la
ciudad, acorralado por rascacielos que hacían que nuestros ojos no dejasen de
mirar hacia arriba. Estaba rodeado de restaurantes, tiendas y alguna que otra
entrada al metro. La puerta del hotel estaba llena de turistas que entraban y
salían con sus maletas para subirse o bajarse a los taxis amarillos que tapaban
el acceso al hotel.
El vestíbulo era maravilloso, tenía columnas
de mármol a juego con el suelo que dividían cada uno de los lugares, el
recibidor era amplio, con los mostradores a la derecha y los ascensores a la
izquierda. Al fondo tenía varias tiendas y un restaurante. También había un qué
pequeño salón con sillones donde esperaban algunos turistas sin reserva. Todas
las paredes eran de color oro, que brillaban más gracias a la luz dorada que
iluminaba la entrada.
El aspecto exterior de los ascensores era
antiguo, pero sus cabinas habían sido sustituidas por unas más modernas. Eran
amplias, con bastante luz, el suelo estaba recubierto por una moqueta verde
color caqui, encima de los botones había una pequeña televisión de no más medio
folio que anunciaba las noticias.
Los pasillos eran muy sencillos sin
decoración alguna, al igual que las habitaciones. Estas eran pequeñas, con una
sencilla televisión gris de no más de cuatro botones; enfrente una cama de
sábanas color blanco roto recién planchadas; al lado de la cama un armario
marrón, pequeño, con dos puertas y cuatro perchas, sin caja fuerte donde poder guardar
los efectos personales; en el lado izquierdo un baño de azulejos blancos con un
inodoro, un lavabo, una pequeña bañera donde yo no entraba y una ventana que
daba a una pared de ladrillos.